Cómo sobrevivir a una despedida

Todos los personajes (la responsable, la salida, la histérica, la patosa y el gay) quedan claros desde el minuto uno, cuando se presentan mostrándonos las peculiaridades de cada uno con la típica ráfaga de aficiones y anécdotas de la infancia (un cliché tras otro). Lo más triste, en este caso, no es sólo que sean estereotipos, sino que los rasgos que los diferencian se van esfumando poco a poco: la asignación de diálogos es aleatoria. En algún momento se intenta añadir una pincelada de conflicto profundo (la previsible discusión de echarlo todo en cara), pero queda totalmente eclipsado por la suprema estupidez del resto de páginas del libreto.

Una historia mala (que, aquí, a partir de la mitad calca el tópico de Resacón en Las Vegas) a veces se salva con un buen reparto. Sin embargo, en este caso el truco no funciona. Los actores no lo hacen mal, pero se nota que no se han dignado a tratar de pulir sus propias réplicas, que resultan forzadas y atropelladas. En líneas generales, su actuación consiste en hacer de pavas (chico gay incluido) y decir, entre guarrería y guarrería, las frases más manidas de la historia de las comedias («podría haber sido peor», etc). Las bocanadas de aire fresco, de humor actual que saque una sonrisa en lugar de dar vergüenza ajena, se pueden contar con una mano.

Comedia absurda en toda su extensión semántica. No recomendada para nadie que aprecie una hora y media de su tiempo libre. Oscar Wilde escribió que la vulgaridad y la muerte eran los dos únicos hechos inexplicables del siglo XIX. A este ritmo, pasarán muchos siglos más antes de que superemos el primero de ellos.