El club de la buena estrella

El emigrado realizador chino Wayne Wang, que se estableció en USA tras hacer un master en cine en Hong Kong su ciudad natal, ha brindado un sentido homenaje a la comunidad asiático-norteamericana. A tal fin, abandonando el cine comercial que antaño le hiciera popular (Chang is missing, 1981; Sin vía de escape, 1987), ha seguido la línea acometida con Cómete una taza de té (1989) acerca de la idiosincrasia de su sufrido pueblo. Y basado en la novela homónima de Amy Tan, ha adaptado fielmente a la pantalla este best-seller con la ayuda de la propia autora y el galardonado guionista Ronald Bass (Rain Man).
 
Co-producida por el también premiado realizador Oliver Stone y la compañía de Walt Disney, Wang logra una espléndida evocación de ambientes y recreación de tipos originales, aunque no consigue despegar del texto literario voz en off incluida ni de cierta influencia del estilo clásico de Kenji Mizoguchi sobre todo, en el tratamiento de los personajes femeninos, pero sin la gran precisión estética y la majestuosidad de este desaparecido maestro del cine japonés.
 
Es obvia, por tanto, la voluntad de expresión del aún novel director chino-norteamericano: universalizar una historia que habla de sentimientos comunes a todo el mundo. De ahí que Wayne Wang haya declarado, con motivo del estreno en Londres, al crítico Edmon Roch: “Para Hollywood, todos los chinos son iguales; de manera que cuando nos propusimos tirar adelante este proyecto, éramos conscientes de cuán importante podría ser para la comunidad asiática en Estados Unidos, porque no existe ninguna película que la retratara sin esteriotipos, como es de verdad, con gente de carne y hueso. Sentíamos que estábamos haciendo algo más´ que una simple película”.
 
Así, temas como el amor y la muerte, el sacrificio y la reconciliación, o el dolor y la esperanza, incidirán en el ánimo del espectador, quien acaso se conmoverá con la a veces confusa historia, a nivel de personajes y narración fílmica. Con detalles eróticos aislados, su premioso The joy luck club no acaba de convencer como obra de arte; le falta un ápice de análisis crítico y trascender los valores expuestos, pues se queda más en el brillante envoltorio que en el hondo retrato sociopsicológico de un pueblo, apresado por sus milenarias tradiciones.

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