El pasado

Después de las 6 películas que Asghar Farhadi ha estrenado, puede afirmarse que no sólo es un gran observador de la condición humana en el pequeño microcosmos familiar, sino también un cineasta personal no abatido por un minimalismo excesivo (algo habitual en directores de Oriente Medio) o por un virtuosismo insustancial.

Mimado con justicia por el Festival de Berlín (Oso de Plata como director por A propósito de Elly, Oso de Oro por la película Nader y Simin, una separación, además de premios a los actores) y acariciado sorpresivamente por los Oscar y los Globos de Oro (también por Nader y Simin), Farhadi se ha consolidado como un director-guionista al que no hay que perder de vista.

En su último film, de nuevo aborda cuestiones íntimas que tienen repercusión familiar y también social. Precisamente, El pasado cuestiona que el ser humano pueda hacer borrón y cuenta nueva con la historia sin tener en cuenta las consecuencias que sus actos, decisiones y dudas tienen en los demás, sobre todo en los hijos. Aunque el foco del conflicto no se centra exclusivamente en esos daños colaterales, sí que Farhadi vehicula gran parte del drama por esa mirada que es siempre sincera y doliente: la de los niños y adolescentes.

Emergen en medio de las tramas asuntos como el dolor, la culpa, el perdón y la capacidad de hablar cara a cara con los seres queridos o implicados en nuestra vida y decisiones. Es muy interesante cómo este director iraní convierte las cruzadas o encrucijadas morales en elementos enigmáticos del guión. De hecho, la película, un drama contenido en toda regla, se transforma en buena parte en un whodunit en el que se dosifican los datos, se desvelan en el momento preciso y de una manera elegante narrativamente, sin efectos musicales molestos.

Al mismo tiempo que revela auténticos conflictos humanos vertidos por las propias debilidades (morales, físicas, psíquicas…), Farhadi sabe no tomar partido. Considera al espectador suficientemente inteligente para que se implique en comprender a los personajes, aunque ellos a veces huyan de comprenderse y escucharse. Es doloroso ver cómo el personaje de Marie, una mujer supuestamente moderna y algo “liberada”, es incapaz de hablar cara a cara con su hija o de escuchar los motivos de Ahmad cuando, por fin, se decide a confesarlos. También son reveladoras las escenas en las que se castiga y riñe a los niños por mínimos defectos circunstanciales (sobre obedecer, cumplir o decir la verdad) cuando los adultos que les riñen han construido sus vidas sobre unos pilares de este tipo, igualmente falsos.

Conocido por su ajustado y puntilloso trabajo con los actores, los resultado son excelentes. Cada uno de los intérpretes, Bérénice Bejo (The artist), Tahar Rahim (Un profeta) y el iraní Ali Mosaffa dejan que su rostro atraiga a los espectadores, así como los dos pequeños y la adolescene Pauline cautivan emocionalmente por su naturalidad y verismo al afrontar las incomprensivas escenas familiares que deberían haberles evitado.

Es de aplaudir también que el director, en su primera incursión y rodaje en Francia, haya evitado la postal filmando en los exteriores. Asghar Farhadi configura así un relato tan moderno como clásico y tan humano como sincero.

Firma: Lourdes Domingo