Girlhood

La corta carrera cinematográfica de la realizadora Céline Sciamma le ha encumbrado como genial observadora del universo femenino y de la complejidad vital de la infancia y la adolescencia.

En su última película, Girlhood, vuelve a ofrecernos ese aspecto de su trabajo que se le da tan bien, el de observar. Esta vez, a una joven de 16 años, de raza negra y contexto marginal, que sufre un gran desencanto al no poder continuar sus estudios y emprende un errático camino hacia ninguna parte.

El problema es que el deambular caprichoso de Mariame se traslada al guión y al film en general, que se contagia de la inconsistencia y superficialidad de la adolescente y acaba ofreciendo al espectador un relato vacío y trivial.

La “mirada” en la que se apoya el trabajo de Sciamma rehúye el problema y elude cualquier tipo de análisis o búsqueda profunda de las raíces del comportamiento de Mariame y de su entorno. El argumento de la objetividad se me antoja una excusa para no acometer un tema tan serio en profundidad y no incomodar planteando las verdaderas carencias de la juventud actual.

La directora se limita a seguir a la protagonista sin preguntarse por qué desaparece el rugby, qué relación exactamente tiene con su hermano, dónde está su madre habitualmente, por qué se siente como un “diamante en el cielo” cuando canta y baila a Rihanna con sus amigas y luego se disfraza de chico y las abandona… Son variaciones que más que responder a la complejidad de una adolescente parecen ser flecos de un guión deshilachado. O más triste todavía, a considerar que la juventud funciona siempre de manera irracional y determinista.

El film está rodado con una fotografía muy cuidada y algunos efectos logrados como los largos fundidos en negro a los que sigue un plano fijo de algún objeto parcialmente filmado y de un bello color determinado.

Sin embargo, toda la película tiene un cierto aire siniestro, con un tono azulado y frío que tiñe casi todos los planos. Uno no consigue quitarse la sensación de que Girlhood observa a Marieme y a sus compañeros como si de los animales de un zoológico se tratase, con cierto aire de superioridad y una mirada (todo lo “mirada” que se quiera) inmisericorde y con un punto de desprecio. Y para eso, no está hecho el cine.