La camarera Lynn

Como punto de partida la figura de Lynn podía resultar prometedora: la soledad y las obsesiones suelen ofrecer al cineasta grandes posibilidades para bucear en el alma humana y sus complejidades.

Pero para Ingo Haeb, la personalidad de Lynn es tan solo una excusa para rodar una película de porno hotelero en una ambiente de rancio sabor setentón.

El arranque con la voz en off del psiquiatra es un recurso manido y da comienzo a una serie de planos de la ciudad fría y solitaria (como Lynn) que pierden la fuerza de la metáfora conforme vamos observando boquiabiertos la vacuidad de la historia que nos cuenta.

Todo en la película es frío, distante e inverosímil. Es imposible que tanta meticulosidad en la limpieza de las habitaciones (incluso de las vacías) quepa en una jornada laboral de ocho horas (aunque haga horas extras). Y el número de veces que se libra de que los clientes le pillen espiándoles en la habitación es bastante superior al de las veces que Tom Cruise, en sus misiones imposibles, se libra de morir en sus acrobacias aéreas o automovilísticas.

Puede parecer que estos aspectos son anecdóticos y no afectan a la esencia de la película. Pero es que no hay nada más a lo que pueda afectar, salvo la creciente intensidad y variedad en las actitudes sexuales de la protagonista.

El toque surrealista final del sueño y el gato bajo la cama no hace sino acrecentar más la sensación de que lo pretencioso y vacío vuelve a recurrir (¡a estas alturas de la vida, que ya hemos visto de todo!) a la provocación para ocultar la ausencia de una historia.

Firma: Esther Rodríguez