La gran estafa americana

Christian Bale, en la piel y peluca de su personaje, arranca el film pegándose unos cuantos pelos más en su prominente calva. Esta expresión clara de encubrimiento y disfraz se convierte en el leitmotiv de La gran estafa americana; una película que, sin duda, también ha sabido enmascarar sus carencias en una esmerada ambientación, incluidos los gratuitos, por insistentes, escotes de sus personajes femeninos.

Eric Warren Singer (guionista de The International: dinero en la sombra) tuvo la iniciativa de presentar el proyecto de guión sobre el escándalo Abscam a los productores, que decidieron apostar por esta recreación libre de un caso de corrupción harto complejo de la década de los 70. Y David O. Russell, director congraciado en tiempo récord con la Academia Americana (The fighter, El lado bueno de las cosas) fue el elegido para darle al “play” y colaborar también en el guión.

El engaño en el cine es un motivo que ha funcionado bastante bien desde su nacimiento a finales del siglo XIX, precisamente porque, desde esos orígenes, el cinematógrafo es un dispositivo de relatar historias ficticias. Y La gran estafa americana aprovecha todo eso y más para explotarlo incluso hasta el esperpento. En la línea de sus dos películas citadas, O. Russell parte de personajes rotos psicológica y socialmente, que engañan y viven engañados, incluso en el caso del federal encargado de la investigación. También comparte con el espectador la empatía que siente por ellos, aunque no obvie ninguna de sus miserias, que utiliza en este film con más intención cómica, obscenidad y cinismo.

Con todos estos elementos, y las conexiones implícitas con la actual crisis financiera y de credibilidad institucional, la película ha logrado abrirse paso en numerosos premios de la industria norteamericana (Globos de Oro, Círculo de Críticos de Nueva York, Critics Choice Awards, premios del Sindicato de Actores y Directores, además de los próximos Oscar) y británica (BAFTA).

Sin duda, el áurea retro (con un impulso especial del oro y complementarios en la fotografía y dirección artística) y un inteligente, aunque explícito, uso de canciones del momento arrastran al espectador hacia el entretenimiento. En él pesan, eso sí, un metraje excesivo (que revela ciertos aires de grandeza) y un guión que maneja los hilos para desplegarse como si fuera mejor de lo que es.

Singer y Russell miman la caracterización de personajes (a veces, con efectismos fáciles) y construyen diálogos especialmente ocurrentes. También crean un discurso más complejo (esta vez sobre la farsa en la vida personal, social o política, en el cine…) que el que Russell elaboró en El lado bueno de las cosas. Incluso logran conexiones emocionales más interesantes y verosímiles en la inesperada amistad entre Irving Rosenfeld y el alcalde Carmine Polito que en la relación amorosa del mismo Irving y Sydney.

Sin embargo, el recorrido de esta “estafa” acaba ahí. No es poco. Pero sin duda no es tanto como promete su carrera de galardones, quizá por estar inmersa en una sociedad más cercana a los hechos y realidades. Al film de Russell le falta sencillez, peca de miedo a aburrir y por eso espectaculariza hasta la depresión de la mujer de Rosenfeld, y diluye la mayor profundidad que podría haber logrado en la risa de la ceremonia de la confusión.

Firma: Lourdes Domingo