Mandarinas

En el contexto de la Guerra en Absajia a principios de los 90, Zaza Urushadze construye un relato de mínima estructura pero máximo en lo que alcanza. En él, las mandarinas ejercen de metáfora de la generosidad de la tierra, de aquello natural que tiene su ritmo y que impele al hombre a mantener sus raíces como ser humano y a comprometerse con algo vivo, en unas circunstancias de muerte y destrucción. Así, la película logra articular un canto al entendimiento, a la escucha y a la celebración de la persona.

Este director georgiano impone un ritmo en apariencia apaisado y tranquilo. Sin embargo, el guión enhebra con fibra fuerte a los personajes -dramáticos y vivos, dialectales y universales a la vez- en unos conflictos que calan profundamente las heridas del odio y el bálsamo milagroso del perdón y la reconciliación. En este sentido, Zaza Urushadze no engaña; ambas suponen renuncias que, a veces, pueden empañar las ganancias.

Con un protagonista, Ivo, inolvidable y reencarnación moderna del buen samaritano, el film maneja un montaje de enlaces suaves, también en las breves secuencias de acción, y de precisa y discreta banda sonora. Todo esto hace brillar con más intensidad dramática algunos momentos como: la piadosa sepultura de los que han sido posibles enemigos; la fidelidad y la confianza que suscitan las promesas; o la sincera pregunta de Ivo –“¿quién os da derecho a matar?”- y su singular y auténtica réplica –“Idiota”- cuando le responden que “La guerra”.

Mandarinas es una preciosa puesta en escena del diálogo de rostro humano. Algo vivo gracias a las virtualidades del séptimo arte y sus estrategias dramáticas. Algo más real que los discursos teóricos-políticos que, sin el aval de la acción, se diluyen en la frivolidad. Un gran fruto del cine que no deja indiferente y que, con la suavidad de la verdad, hace comprehensibles y cercanas realidades que, por dejación, consideramos inconquistables.

Firma: Lourdes Domingo