Pablo, el apóstol de Cristo

Aunque no sea el adjetivo habitual en la crítica cinematográfica, lo primero que hay que decir de Pablo, el apóstol de Cristo es que es una película muy inteligente. Atreverse con el cine religioso de calidad en pleno siglo XXI sin caer en el dogmatismo o el sentimentalismo exige no sólo una ausencia total de complejos sino también mucha cabeza, mucha convicción y fe en el producto y su mensaje.

De todo ello anda sobrado Andrew Hyatt, su director y guionista, quien ya sorprendió en 2015 con Llena de gracia, un film audaz y profundo sobre los últimos días en la tierra de la Virgen María. Hyatt acomete ahora el retrato de San Pablo, quien fuese en un principio uno de los más acérrimos perseguidores de los cristianos para convertirse luego en el principal difusor de su mensaje y acabar dando la vida por el Cristo al que denostaba. Su semblanza la plasma por medio de las conversaciones con San Lucas, con lo que este queda como protagonista indirecto y como narrador (para el público actual) de los avatares de los cristianos en las primeras décadas de existencia de la Iglesia.

El guion acierta al apostar por hacer visibles las duras condiciones que padecían los seguidores de Jesús en Roma, sus dudas, debilidades y fortalezas, de un modo sutil y sin excesiva palabrería, dejando que sean los hechos los que transmitan el fondo del relato.

Consciente del desapego religioso de nuestros días, Hyatt consigue que las palabras del apóstol broten con naturalidad, al mismo tiempo que permanecen firmemente arraigadas en las Escrituras. De esta manera, afectos y desafectos al mensaje cristiano asisten a un relato coherente y convincente pero no invasivo.

Acierta también su realizador con los secundarios que acompañan a los protagonistas. Los bíblicos Aquila, Priscilla o Ananías resultan humanos y creíbles y enriquecen la trama y el retrato de la época. Y Mauritius, interpretado por Olivier Martinez, constituye un puente muy interesante entre el paganismo romano y el agnosticismo contemporáneo, y tanto Lucas como Pablo le dan la réplica con un lenguaje verbal y corporal que atraviesa todos los siglos que nos separan.

Las interpretaciones de todos son eficaces y, de nuevo, el director demuestra sabiduría al escoger dos actores distintos para hacer de Pablo: Yorgos Karamihos y James Faulkner. Ambos cumplen con creces y se evita el envejecimiento que, no pocas veces, se antoja muy artificial.

Es fácil, a pesar de no contar con demasiados recursos económicos, entrar en el ambiente de la Roma del siglo I gracias al correcto y verosímil trabajo de Luciano Capozzi, acostumbrado al diseño de vestuario historicista, a la dirección artística de Ino Bonello y al resto de responsables de los aspectos técnicos del film.

Quizá el guion adolece de cierta irregularidad en el ritmo. El comienzo, sin perder fuerza e interés, puede resultar demasiado lento y algunas tramas que intentan dinamizarlo (como la rebelión de los jóvenes) juegan en contra ralentizando el desarrollo principal en el que espectador ya estaba cómodamente embarcado. Por otro lado, la contención que Hyatt ha imprimido al tono de la película la hace discurrir en el límite de la frialdad, aunque esta sensación se va corrigiendo con un paulatino aumento de la intensidad emocional a partir, sobre todo, del encarcelamiento de Lucas y su conversación con los futuros mártires. La redentora apoteosis final de Pablo rompe cualquier sujeción para poner punto final a una buena producción que cuenta una gran historia.

Firma: Esther Rodríguez