Teorema zero

La película comienza con un prólogo futurista, verosímil y aterrador. El consumismo ya no tiene competencia alguna. La publicidad ha conquistado las calles y el placer es el único objetivo (individual, por supuesto). Sin embargo, eso no quita que surjan algunas preguntas que detectan cierto sinsentido, muy explícitamente expresadas: “Hay millones de posibilidades y muy poco tiempo para probarlas todas. ¿Qué nos da la alegría?”. O bien: “Tengo quince años y ya hay cosas que me matan de aburrimiento. No quiero ni pensar cuando sea viejo”. Está claro que algo no termina de funcionar.

Con claras reminiscencias temáticas y estéticas con su emblemática Brazil, Terry Gilliam sigue sumando en su mala racha cinematográfica. La película ya no nos parece algo nuevo: desde Blade runner y Matrix (a quien le hace un cómico guiño) hasta la reciente miniserie Black Mirror (especialmente el episodio segundo episodio), lo único que cabría esperar es que una nueva película de ese estilo profundizara mucho más en los porqués u ofreciera algo más de esperanza.

Es paradójico que Qohen trabaje en una capilla en ruinas, como recordando que el sentido que tuvo la vida para unas generaciones anteriores se ha quedado en un polvoriento patrimonio de estatuas y crucifijos.

Película que puede dar para cinefórum a nivel espiritual o cultural, pero en cuanto a largometraje resulta algo tedioso y repetitivo.

Firma: Josepmaria Anglès