The Grandmaster

Wong Kar-Wai es un veterano director chino curtido en el arte de recrear en el cine ambientes del pasado y sentimientos universales mediante una firme y sutil utilización de los colores, las texturas, la música y la colaboración de sus actores habituales que secundan eficazmente la idea del director.

Todo esto queda patente en The Grandmaster, donde podemos admirar un preciosista y bello retablo de la vida en China en las primeras décadas del siglo XX y especialmente en el entorno de los burdeles donde, parece ser, tenían lugar los principales combates de artes marciales.

Orquestando un impresionante trabajo de equipo, Wong Kar-Wai consigue una brillante labor de fotografía y montaje en cada una de las múltiples peleas que se suceden a lo largo de la película. Utilizando, quizá con demasiada profusión, el plano-detalle, el vestuario se convierte en un protagonista más. Su diseñador habitual, William Chang -que ha preparado para esta ocasión bellísimos qipaos (vestido tradicional de la China manchú recto y de una sola pieza) para la protagonista- ha sido especialmente riguroso con el calzado, exigiendo que se utilizasen zapatillas de kung fu tradicionales cuya suela de algodón permite deslizarse ágilmente por el pavimento de madera. Son, precisamente, los primeros planos de esas zapatillas que se deslizan junto a los primeros planos de las manos las que nos van narrando los combates, al igual que la explosión blanca del acolchado de las chaquetas, al ser rasgadas, eluden la presencia de la sangre y con ella la temida invasión de violencia.

Todo ello queda envuelto en una impresionante banda sonora que refuerza el sentido nostálgico del film. De corte muy occidental, encontramos en ella solos de piano, fragmentos de Morricone e incluso un bello y sorprendente “Stabat Mater” compuesto recientemente por Stefano Lentini.

Pero a estas alturas de la crítica ya se puede deducir que esto es lo único (que no es poco) que nos ofrece The Grandmaster. La historia, quizá sea debido a un deficiente montaje definitivo orientado al público occidental, resulta incomprensible y los personajes en conjunto no llegan a emocionar ni la mitad de lo que lo hacen en escenas aisladas. La introducción de intertítulos para conducirnos a través de la historia de China no resulta suficiente para situar a los personajes por muy reales que sean (Ip Man sería con el tiempo el maestro de Bruce Lee pero más sorprendente es el personaje de Gong Er, inspirado en una mujer que existió realmente, la legendaria Shi Jianqiao experta en artes marciales). No ayudan tampoco a la comprensión del film los innecesarios flashbacks (aunque alguno de ellos, como el de Gong Er de niña, constituyan escenas de auténtica excelencia fílmica), ni la aparición de personajes como el Navaja, cuyo hueco en la historia es todavía un enigma.

En definitiva, una película que gustará a personas muy aficionadas y muy entendidas en artes marciales o a aquellos que no rechacen la idea de deleitarse dos horas ante un pantalla por el simple placer de la belleza visual.

Firma: Esther Rodríguez