Un castillo en Italia

Un castillo en Italia es un ejercicio personal que sorprende, sobre todo, por su descarnada sinceridad y el dramatismo de lo patético que además se adivina real, hasta el punto de que el espectador tiene la sensación de enfrentarse a un relato donde los elementos esenciales son autobiográficos.

La veterana actriz Valeria Bruni acomete su tercer largometraje como directora y guionista (además de protagonista) con la seguridad de quien tiene muy claro lo que quiere contar y se rodea de un equipo eficaz y familiar (la convincente actriz que interpreta a su madre en la ficción, por ejemplo, es su madre en la vida real).

Su poca experiencia escribiendo hace que su guión resulte algo torpe, con falta de ritmo y algunos cambios de registro que, con el buen propósito de introducir un poco de comicidad acaba cayendo en lo grotesco.
Pero todo esto acaba pasando desapercibido, pues quedamos pronto sobrecogidos por unos personajes desequilibrados y confusos incapaces de alcanzar una felicidad medianamente normal.

Enmarcados entre un poderoso principio y un precioso final (quizá demasiado precioso) desfilan por la pantalla estos “niños bien” que viven su vida de manera inconsciente, con el “no me apetece” como respuesta automática cuando tienen que afrontar una realidad incómoda, sea banal o esencial, aún a sabiendas del precipicio al que les lleva esa actitud. Viven atados a los bienes materiales (muy acertada y bella la metáfora del árbol), y tienen el egoísmo más elemental como único motor de sus acciones por lo que son observados con asombro (a veces compasivo, a veces despectivo) por los únicos personajes que les hacen de contrapunto: los criados, que viven con los pies en la tierra, o la novia del hermano, que parece profesarle un amor sincero y desinteresado.

Firma: Esther Rodríguez