Un invierno en la playa

De aspecto previsible, Un invierno en la playa se desarrolla con alguna que otra pequeña sorpresa en su guión. El arranque dibuja una familia disfuncional, de esas que atraen tanto la mirada del cine independiente americano, a la que se le suma una chispeante intelectualidad. Esta aleación permite una configuración de personajes muy basada en diálogos ingeniosos y ágiles y una continua puesta en escena de algunos mecanismos narrativos.

El cine del pasado año ha venido marcado por varias historias de este estilo (ver campo de títulos relacionados) que han hecho carne la paradoja de la sociedad contemporánea: cada vez leemos menos (literatura real) mientras nuestro cine ensalza protagonistas que sí lo hacen.

La familia Borgens es, en cierto sentido, una versión Simpson y posmoderna de los Sycamore de Vive como quieras. Son extravagantes y sus fracasos acaban siendo sus triunfos, aunque el baño de amoralidad que tiñe sus peripecias no siempre queda saldado con coherencia en el guión. En este sentido, la ópera prima de Josh Boone, escritor y director, alude con frecuencia a un lugar común, algo simplista, de la inspiración artística: suma experiencias (sin distinción ni jerarquía) y esa suma será fuente de tu creatividad. Esta especie de axioma se convierte en el termómetro de algunos personajes, y en la causa de efectos no deseados.

Con todo, Un invierno en la playa es un relato de padres que se proyectan sobre sus hijos; de hombres y mujeres que quieren ser fieles a sus promesas a pesar de decir y actuar en sentido contario; de hermanos que se envidian y admiran al mismo tiempo y de jóvenes que tantean los caminos del amor romántico (confundido ocasionalmente con la iniciación sexual), de la confianza en el ser humano y del anclaje en la familia.

Por eso, el film ofrece agradable la sorpresa de lo no previsible y bien ajustado dramática y temáticamente, pero también ciertos niveles de trivialidad que restan congruencia al conjunto.

Firma: Lourdes Domingo