La verdad

Una niña de ocho años desaparecida (Paula); un periodista que investiga el caso y acusa a los padres de su asesinato (sin pruebas); una adolescente que aparece nueve años después y dice ser ella; un policía poco despierto (pero guapo); trata de mujeres; explotación sexual; traumas; muchos secretos y muchos sospechosos.

Si hay algo difícil a la hora de escribir una serie para la televisión generalista es saberse mesurar, organizar los tiempos y soltar, poco a poco, el cebo para atrapar al espectador. Sin embargo, el miedo a no “capturar” a la presa, a aburrirles, puede estropear no solo el inicio, sino la serie en general.

Aquí, hay tanta prisa por convencer que las tramas se atropellan, se cuentan más cosas de las necesarias y se hace con tanta evidencia (para no dar la opción de “no entender” o de “esperar demasiado”) que el espectador se siente muy pero que muy poco inteligente.

La verdad encuentra su razón de ser en el misterio y el suspense, dos cualidades que necesitan ese tiempo y mesura citados y, precisamente, de ello carece este título. También se necesita una buena dosis de sugerencia. Un argumento como el que nos ocupa debe dar a poquitos, velar las intenciones, engañar con convicción, mantener la farsa y sorprender por el desenlace.

Pero nada. Aquí los minutos son el enemigo principal. Cuánto más ves, más te defrauda. No sólo por una protagonista que actúa torpemente de forma bipolar (nada enigmática) sino, también, por unos personajes que se justifican permanentemente (como el periodista denostado), por un argumento que se enrosca en hacer señales luminosas (ya sabemos que Paula no es Paula desde casi el principio ¿o sí lo es?) y por una trama que, cueste lo que cueste, debe utilizar todos los recursos para sobrevivir (romance, sexo, mentiras, secretos…) y que, con total seguridad, irá sacando de la chistera diferentes conejos, o palomas o lo que se tercie con tal de llenar los setenta minutos que dura cada capítulo (con un total de dieciséis episodios).

Ya no es una novedad que en este país seamos capaces de producir con una buena calidad técnica. Por fortuna, lucir bonitos paisajes, decorados, escenarios e integrarlos como un personaje más ya no es llamativo. Sí lo es, en cambio, que la historia se mantenga por sí misma, que el reparto convenza, que las caracterizaciones sean creíbles y que la banda sonora no actúe como las risas enlatadas (a modo de alerta: “ahora tienes que sentir el suspense”). Así La verdad posee una buena factura visual y una pobre narración. Quizá, dos años en el cajón de Telecinco le hayan pasado factura.

Firma: Mar Pons