Pura magia (T2)

Pocas son las disciplinas “televisables” que no han caído ya en la plaga de los talent-shows. De la cocina a la costura, pasando por el canto, el baile o las imitaciones, el espectador está asistiendo a una eterna competición entre “aspirantes a” cocineros, costureros, cantantes o bailarines que son “juzgados por” otros cocineros, costureros, cantantes o bailarines.

En esta fiebre del milenio por los talent, el jurado –sin menospreciar en ningún caso su faceta profesional– cuenta con diferentes estereotipos: conciliadores, familiares, de relleno, petulantes o, directamente, antipáticos. Cada uno debe elegir su rol. Y, así, se intenta otorgar un ingrediente extra para, lo que se diría vulgarmente, animar el cotarro.

Lo que ocurre es que, a veces, se les va la mano con eso de los jueces y, en este caso, Anthony Blake oscurece una tarea de por sí comprometida. El ilusionista se identifica tanto con su rol de juez-ogro que, incluso, dudamos de que esto no le pase factura en su vida profesional. Además, la premura del formato, obliga al jurado a formular unos comentarios nimios y poco reveladores que en nada ilustran al espectador profano.

A estas alturas, y tras varias ediciones de diferentes espacios que han incorporado la magia entre sus actuaciones, el programa no ha sabido reunir a un grupo atractivo de concursantes. Tampoco aporta variedad en las técnicas, sorpresa en los trucos, espectáculo en su conjunto, ni hechiza con novedades.

Pura magia transmite de todo menos magia y es que parece que sus creadores tienen miedo a lo nuevo (¿lo de las coreografías de bailarines va en serio?), a lo original (lo sentimos, Iván Asenjo ya es del montón) y a la innovación (revisen el formato, por favor).

Para soñar, imaginar y crear un espacio mágico hace falta pensar menos en contentar a la audiencia y ser audaz. Solo así la magia puede fluir y atravesar la pequeña pantalla. Mientras andemos preocupados por agradar, convencer o cumplir, viviremos bajo la maldición de la mediocridad.

Firma: Mar Pons